Nuestros amigos Pulgar, Índice, Corazón, Anular y Meñique habían aparecido en escena por separado, tal y como estaban desde hace mucho tiempo; tanto que, verlos juntos, llamaba la atención, sorprendía…
Había allí gente mayor que recordaba otros tiempos en que todos ellos, hermanos, iban ensamblados de una bella y poderosa manera: como mano. En aquel entonces nada se les ponía por delante que no fueran capaces de levantar, presionar, dominar, ayudar, unir, separar, doblar, apretar… Tomaban las escobas para barrer, escribían a máquina velozmente, pegaban sellos en cartas, cultivaban tomates, ordeñaban las vacas, curaban heridas de otras manos… Hasta pasaban buenos ratos aplaudiendo con otras manos vecinas (aplausos que ahora se consideraban como simple pérdida de tiempo…) ¡Qué bueno recordar también cuando todos se apiñaban para que Índice, todo tieso, señalara hacia algún cercano o remoto lugar solucionando más de un problema.
El paso del tiempo, como os digo, no había sucedido en balde. Esos dedos ahora estaban más viejos, cabizbajos, y parecían débiles. Bueno, todos no. Pulgar había regresado tan mandón como de costumbre:
– ¡Acercaos todos, toditos, hermanos! Hace tiempo que estamos separados, y me gustaría recordaros tal como sois. ¡Quiero que nos hagamos una foto…!
Meñique respondió:
– No tienes por qué pegar esos gritos, gordinflón… Ya sabemos que a ti te ha ido bien, no cesas de recordárnoslo. Además si te va bien, es por nosotros. ¿O crees que somos unos dedos imbéciles y tontorrones como para no tener memoria…?
Este Meñique, el más pequeño en edad y estatura, nunca había tragado demasiado bien la altivez y pomposidad del «Dedo Gordo», como le llamaba para fastidiarle.
Todavía recuerdan muchos cómo sucedió la separación de los hermanos, durante aquella famosa jornada en la que paseaban por el campo. Se perdieron porque Anular no tenía mucha idea de orientarse en la campiña. Además estaba ese sol de ahí arriba, luciendo y ardiendo terriblemente. Tenían que haber bebido todos unidos de aquel gran vaso de agua que llevaban y que llenaron hasta el borde. Pero, con la agitación, cada uno quiso beber antes que los demás y… el vaso se vertió, derramándose todo el agua. Se quedaron sin fuerza y débiles para regresar a casa, en medio de aquel lugar que, ahora, les parecía desierto traicionero. Todos recuerdan que especialmente Pulgar se manifestó tremendamente egoísta.
Terminaron separándose muy enfadados, y buscaron cómo ganarse la vida. Pulgar se fue por su lado y sus cuatro hermanos siguieron juntos por inercia, pero… ¡ya no era lo mismo! La unidad estaba rota y, sin Pulgar, no podían hacer nada de lo que antes tan fácilmente hacían todos juntos. Y terminaban recordando lo que sus padres repetían constantemente:
– Vuestra fuerza está en vuestra unión. No valéis nada por separado.
De este modo, los cuatro hermanos restantes sobrevivían como podían, mientras Pulgar, con leves ayudas a otros dedos de la comarca, lograba grandes beneficios con escasísimos esfuerzos, hasta convertirse en el dedo más rico del lugar.
Sus hermanos, poco a poco, iban perdiendo la esperanza de vivir dignamente: trabajaban mucho, pero sin resultados visibles. En cambio, Pulgar, en un imponente coche, venía con brevedad a sus tierras, y en pocos instantes lograba grandes beneficios a costa de muchos sacrificios de otros. Con servir de punto de apoyo para otros grupos de dedos se llevaba grandes cantidades de dinero (por cierto este término lo inventó él). Apenas por apretar un botón en la fábrica le dieron el sueldo que otro dedo cualquiera hubiera necesitado dos meses y medio para conseguirlo. Por ponerse al lado de otros dedos y hacer el signo de «todo va bien» otro tanto. Y así siempre que lo deseaba.
Cuando sus hermanos reclamaban que el trabajo y el beneficio era de todos, Pulgar se enrabietaba y amenazaba con no dejarles sus posesiones para trabajar. Porque con el tiempo Pulgar había comprado todos los terrenos y dominaba grandes extensiones.
Así que los cuatro dedos, que en un principio eran casi igual de gordos y de bien nutridos, empezaron a quedarse canijos y delgadísimos. Algunos dedos vecinos morían sin solución por la falta de trabajo y de alimentos. Pulgar seguía, a su manera, feliz y no quería saber cuanto les sucedía a sus hermanos y vecinos. Bueno… un día al año (porque lo tenía anotado en color rojo, en el calendario) dejaba que un dedo flaquísimo se acercara a su mesa y tomara un pedazo de pan (momento que aprovechaba para la foto en portada del periódico local). Pulgar entonces lagrimeaba un poquito. Pero se le pasaba pronto, porque al día siguiente recorría la comarca pidiendo los beneficios de sus territorios. ¡Un día al año…!
Terminaron trabajando todos para beneficio de uno. Pulgar se puso gordísimo. No comía todo el alimento que tenía; no lograba siquiera almacenarlo bien, y por eso decidió tirar parte de lo que le sobraba, «para que no bajaran los precios», justificó. Tenía más libros de los que podía leer en trescientos años. No existía un solo rincón de su casa donde colocar el «último invento» de las tiendas de moda. Le encantaba, sobre todo, utilizar toda clase de tarjetitas de cartón con las que sustituía el dinero contante y sonante. También estaba siempre con un teléfono que funcionaba sin necesidad de la red eléctrica; lo utilizaba especialmente en lugares concurridos.
La comarca entera no hacía más que malhablar de aquel Pulgar, al que antes querían tanto. Por otro lado, con el paso del tiempo sus cuatro hermanos cada vez se apañaban mejor en las faenas de la casa, del campo y en los trabajos que les iban saliendo. Consiguieron sustituir la posición del hermano alejado con otros dos dedos vecinos que realizaban funciones parecidas. «Pero no es lo mismo -solían decir-; ojalá Pulgar recuerde quién es, y que necesitamos de él, y que él necesita de nosotros».

Era cierto. Pulgar, cada día más gordo y más rico, compartía todo su tiempo con objetos, pequeños y grandes, pero se le estaban olvidando los rasgos de sus hermanos. Un día, aburrido y sin saber en qué ocupar el tiempo, ojeaba el cuaderno de fotografías. Allí se vio reflejado en los grandes rectángulos coloreados, algunos ya pálidos por el paso del tiempo. «Eran momentos felices» musitó. Estaban sus padres y sus hermanos. «¿Qué será de ellos?» El repaso a las fotos le dejó triste, y ahondando en sus recuerdos, pensó y decidió…
Decidió, primero, ponerse en pie y decir a su imagen reflejada en el espejo del cuarto de baño:
– ¡Yo soy un dedo! Un dedo es parte de otros dedos. Yo no veo otros dedos por aquí cerca. Luego… estoy dejando de ser un dedo. ¡¡No puede ser!! Yo quiero ser un dedo, un gran dedo, y dedo por entero y a todas horas.
En las siguientes horas estuvo distribuyendo sus amplias posesiones en cajas iguales para todos sus vecinos. Regaló… hasta la respiración:
– ¿Para qué quiere un dedo como yo tantas cosas inútiles?
Después se lavó, se perfumó, sacó su mejor sonrisa sincera y fue en busca de sus hermanos.
La tarea no se presentaba fácil. Habían sido muchos años de calendarios con números negros y rojos, años ocupados en ser lo contrario de un dedo. Pensaba con insistencia:
– Soy un dedo para ser fuerte con mis hermanos, y he querido ser dedo sin ellos. Esto no puede continuar.
Les comunicó su propósito a los hermanos. Ellos al principio carraspeaban y volvían la mirada a otro lugar, siguiendo en sus labores. Fue entonces cuando Pulgar dijo lo de hacerse una foto. Y la réplica de Meñique no tardó. Pero algo, muy dentro de ellos, les impulsaba a unirse al hermano tanto tiempo alejado. Ellos no tenían ninguna culpa de que su hermano se hubiera ido tan precipitada y egoístamente.
– Qué difícil es perdonar…
…consiguió decir Corazón; y todos a una se unieron a Pulgar.
Terminaron por hacerse la foto y días después Índice comentaba:
– ¡Qué sorpresa! Así éramos de pequeños y luego lo fuimos olvidando: ¡Una mano! Formamos algo grande y distinto cuando estamos juntos.

Se dedicaron entonces a recuperar el tiempo perdido. Y no fue fácil. Pero sí fue arriesgado. Todos tuvieron que tragarse su mal humor y sus afanes de revancha. Era necesario trabajar mucho para empezar a hacer de aquella comarca una región próspera. Por fin había trabajo para todos, porque todos trabajaban según sus posibilidades, e incluso según sus gustos. Empezaron por enseñar a los que no sabían trabajar y aquello fue cambiando ¡vaya que sí! Al final del octavo día, desde que trabajaban juntos, el arco iris lució sus mejores colores y quedó para siempre en el cielo azulón de aquel país de dedos unidos y manos unidas.
Esteban
Etiquetas: avaricia, compartir, dedo, egoísmo, mano